Por Diómedes Morales Salazar
La edición de “La casa que habito cuando canto” (1), poemario de Alberto Alarcón (Piura, 1949), es motivo para reflexionar sobre el amor, pues los 28 sonetos y su colofón son de esencia romántica. Añadidos los cuatro de “Un ciego ante el resplandor” (2), su libro anterior, y los dos encontrados en “Puntos de Clase”, la Revista de Creación y Debate (Nos. 2 y 5 de 1979 y 1980 respectivamente) del Grupo Intelectual Primero de Mayo, al cual perteneció. Deduciéndose que su preferencia por el soneto data de aquellos años, como data también las características de su temática amorosa: poética lírica revestida del concepto del arte por el arte y de la solvencia exquisita de la espiritualidad.
Precisamente a ésa época pertenece éste soneto, que dice: “Enséñame el amor sin ritos ni ventanas,/ el de los ferroviarios y el de las lavanderas,/ con ese amor quisiera dormirme en tus palabras,/ con ese amarte y andar bajo las yerbas,/ andar como anda el agua: cantando y repartiendo/ sus cántaros silvestres, sus anchas primaveras./ Ya nada necesito sin este amor sencillo,/ sino esta sombra en donde sólo tú clareas;/ tú y yo somos la casa, tú y yo lo compartido,/ dos manos o dos pájaros borrando sus fronteras./ Enséñame el amor, la oscuridad vencida,/ y puebla con tus labios estas quemantes cestas:/ Quiero entregarle a todos tu boca repartida/ en multitud de rosas gritando que son nuestras” (Poema, p. S/N), donde afloran los sentimientos de libertad, fraternidad, complacencia e ideal, pues “tú y yo somos la casa, tú y yo lo compartido”.
Así, “la casa que habito cuando canto”, de aquélla época, es el amor que está “como dos pájaros borrando sus fronteras”, y “con ese amor quisiera dormirme en tus palabras”, pues soy la “sombra en donde sólo tú clareas”. Y en su nuevo poemario dice, por ejemplo: “Mira esta flor que me brotó en la mano/ con apenas posarla en tu cintura;/ espejo de mi tacto que procura/ copiar de ti la voluntad del grano./ Suma y forma esos pétalos del llano/ palpablemente cóncavo y la albura/ misteriosa: trasunto, quemadura/ de otra flor y otro cuerpo en otra mano./ La miro arder como la vio el primero/ de los hombres arder sobre el brasero/ del mundo, crepitante en su redoma./ Pero nunca la tengo: se me vuela,/ pues a veces no es flor sino gacela/ y otras veces -las más- una paloma” (Soneto 4, p. S/N).
Esta exaltación amorosa que celebra apenas la emotividad del tacto, es una demostración más de la abstracción sentimental que produce el ser físico en la conciencia real del receptor, como sostiene el conocimiento dialéctico. Pero esta abstracción sentimental producida en el ser masculino al contacto con el femenino, no se expresa, como suponen los idealistas metafísicos, en espíritu abstracto, informe e inmaterial, sino, precisamente, en todo lo contrario, pues “esta flor que me brotó en la mano/ con apenas posarla en tu cintura”, es la metáfora objetiva que “Suma y forma esos pétalos del llano”, cuya “albura/ misteriosa: trasunto, quemadura/ de otra flor y otro cuerpo en otra mano”, es el proceso dialéctico de cualificación producido por los saltos de la cantidad a la calidad; empero, para el simple común mortal, es todavía un “misterio”; o, como dice el poeta, una “albura/ misteriosa”; y, en todo caso, un milagro, porque “la miro arder como la vio el primero/ de los hombres arder sobre el brasero/ del mundo, crepitante en su redoma”.
Más, Alarcón, proclive siempre a su ambivalencia sentimental, debido quizás a una respuesta amorosa también ambivalente, termina afirmando que esa flor que le brotó en la mano “nunca” la tuvo, “pues a veces no es flor sino gacela/ y otras veces -las más- una paloma”. Así, ese romance emotivo que celebra al principio el poeta, se le escapa. Pero “Tocarte, ir por tu piel como va el ave/ sobre el viento ondulante del ocaso;/ no tener singladura, anclas ni lazo;/ ir por ti solamente, ser la nave/ sin rumbo de aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado/ y ser bajo esa barca el pez dorado/ que entra y sale de ti, ser esa nave,/ el vuelo de unos pájaros, la llama/ del amor que fulgura en la soflama/ de tu cuerpo sin mancha y lo rebela:/ costas de luna inmóvil donde habita/ el fuego, el tulipan, donde dormita/ una oscura calandria que no vuela” (Soneto 2, p. S/N), desmiente dicha afirmación, porque sí la tiene, pero no para siempre, sino sólo para ser “el pez dorado/ que entra y sale de ti” como “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”.
Y esta brevedad del amor que propicia sólo el placer erótico y el deleite subjetivo de la pareja es lo que tramonta la barrera de la libertad, pues “no tener singladura, ancla ni lazo”, no sólo permite “ir por ti solamente”, sino también conocer las “costas de la luna inmóvil donde habita/ el fuego, el tulipan, donde dormita/ una oscura calandria que no vuela”. Deduciéndose así que la poética de Alberto Alarcón es casi una perpetua contradicción de luz y sombra, de movimiento y quietud, de poseer y no tener lo poseído, de libertad y divagación “sin rumbo de aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”. Por eso, este ser material, que como tal sabe “Tocarte, ir por tu piel como va el ave/ sobre el viento ondulante del ocaso”, al espiritualizarse para habitar otro mundo inmaterial, dice: “Este espacio en mi lecho es un abismo/ si no estas a mi lado cuando duermo,/ es un hueco sin fondo, un aire yermo/ donde faltas... y falto hasta yo mismo” (Soneto 27, p. S/N).
Pero este afán de evadirse de la realidad frecuentemente es también una contradicción existente entre lo circunstancial y lo general, entre el ser mortal y el ser inmortal de “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”, porque su dialéctica metafísica, romántica divagante y agnóstica espiritualista, partidaria del arte por el arte, ama sólo la pureza del verbo, quiere sólo el sentimiento apropiado del ser querido, donde no busca el amor a plenitud, sino sólo el placer erótico, para “ir por tu piel como va el ave/ sobre el viento ondulante del ocaso”. Pues “Soy la luna y su vago desconcierto,/ el que vuelve a nacer si te desnudas./ Sólo no sé quién soy y tengo dudas/ cuando el aire es el aire y no tu cuerpo./ No conozco otra playa ni otro puerto,/ ni barcas en la mar más que las tuyas./ Si el alba es una más entre las grullas/ es por ti, por la lumbre de tu cuerpo,/ por los pámpanos breves, por las pomas/ que duermen congregadas sobre el monte/ de tus muslos. Y aun la noche es plena/ porque enciende tu cuerpo y lo encadena/ a mi cuerpo, y nos vuelve el horizonte” (Soneto 11, p. S/N).
Así, tenemos ya ante nosotros otra contradicción, entre el acto sexual que prefiere el poeta y el amor a plenitud que lo descarta; quizás porque ello implica no sólo un compromiso sentimental más profundo con la pareja, sino también un compromiso social basado en las relaciones humanas de la sociedad en que se vive, con todas sus implicancias familiares, económicas, políticas y sociales. Vínculo del cual se evade a toda costa para ser “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”. Y confiesa que “Me da miedo el amor, viene y me toca/ con sus yemas de acanto todavía./ Me dan miedo su flor y su porfía,/ y esto que hace volar sobre mi boca./ Y esto que hace volar sobre mi boca/ me espanta tanto porque no sabría/ decir si es algo semejante al día/ o a la noche. Amor no es cosa poca./ No ha de serlo, pues todo desordena./ Nos vuelve viento, innumerable arena/ huyendo con el viento. Nadie sabe/ lo que quiere el amor cuando nos toca. Si es nave busca, por doquier, su roca./ Si es roca espera,/ sin temor, su nave” (Soneto 9, p. S/N).
Sucede entonces que Alberto Alarcón vive inmerso en su lucha terrorífica contra el amor, no sólo porque doctrinariamente es irreligioso y habitualmente está contra todo vínculo social que conduzca a compromiso sentimental o responsabilidad social, sino también porque su romanticismo divagante se confronta con su espiritualidad libre de toda atadura física y sentimental. Por eso, ese amor que le da miedo, que “viene y me toca/ con sus yemas de acanto todavía”, sólo se reduce al placer genital, pues “Hay un lugar real donde se acaba/ para siempre el amor, postrera nave./ Hay un puerto confuso en que no cabe/ un beso más y el corazón se traba:/ herrumbroso cerrojo. Hay una esquina/ donde dobla el amor hacia el pasado./ A esa esquina, tú y yo, hemos llegado;/ ángulo torvo a cuyos pies trasmina/ el olor de tu ausencia en cada cosa./ Ya no te tengo más. Alguien desbroza/ el sitio de tu sombra en mi costado./ Es inútil buscarte en lo que miro./ Bien sé que ya no estás y que deliro/ con el agua de un cántaro quebrado” (Soneto 17, p. S/N).
Vemos entonces que Alarcón lucha contra el amor, no por el placer genital que le procura, ni sólo porque es una atadura sentimental, sino precisamente porque no es eterno, como afirman los cristianos, para quienes el amor es absoluto, como Dios, que no se ve ni se toca pero se siente, porque ellos creen en verdad que Dios es Amor; y como el poeta sabe bien que “Hay un lugar real donde se acaba/ para siempre el amor”, entiende que también Dios es temporal, relativo al amor genital, a “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”. He ahí su irreverencia, su desamor al amor y a Dios mismo, por su relatividad. Y porque además, “Me da miedo su flor y su porfía” que “me espanta tanto porque no sabría/ decir si es algo semejante al día/ o a la noche. Amor no es cosa poca./ No ha de serlo, pues todo desordena”. Así, este amor ciego, terrorífico, que toda desordena, es enemigo convicto y confeso del poeta, porque además “Nos vuelve viento, innumerable arena”. Y él ama la eternidad, la divagación espiritual del agnóstico que es en resumidas cuentas.
Por eso, “Hay días en que anhela mi memoria/ azuzar sobre el tiempo y su pavesa,/ el racimo que fuiste en mi tristeza/ o el cántaro baldío que a la noria/ del amor me llegó sobre tus hombros./ Vano anhelo: ni el aire de tu risa/ vuela ya en la pretérita ceniza/ donde fuimos los dos arduos escombros./ Nada tengo de ti. Nada me queda./ Estás allá donde a salir te veda/ la muerte del amor que es muerte infame,/ allá donde unos pájaros que han sido,/ son aún y serán el torvo olvido/ no consienten siquiera que te llame” (Soneto 19, p. S/N). ¿Así que “la muerte del amor es muerte infame”? Empero, recordarla es “Vano anhelo”. Y “Me acompañas, tristeza, me acompañas,/ con tu corte de símbolos: ayeres,/ gaviotas, muelles lánguidos, mujeres/ y un cuarto abandonado con arañas./ Sin embargo, tristeza, no me dañas./ Te busco en la penumbra tal como eres./ ¿No es hermoso soñar que me prefieres/ a los tantos poetas que acompañas?/ Ya no te marches más, ven a mi lado,/ acúname, ángel gris, en tu costado/ y arroja a flor del aire lo que dices:/ Mármol triste, glorietas derruidas:/ palabras tan hermosas prohibidas/ a quienes creen ser o son felices” (Soneto 22, p. S/N).
Este soneto lírico de fidelidad a la tristeza, habla bien de su retorno al pasado, al “cuarto abandonado con arañas”, que es el lugar de sus vivencias con su “corte de símbolos: ayeres,/ gaviotas, muelles lánguidos, mujeres”; pues, heredero y conservador ambientalista de ese pasado romántico clásico, aunque decadente en América y Europa del siglo XIX, y especialmente en España de donde apropia la lírica de Bécquer para depurarla y semejarla a la de Gracilazo, de donde torna con Quevedo y Lope de Vega, anclando otra vez en América, allá por los predios de Delmira Agustini y Juana de Ibarborou, modernizándose, luego, en el Perú, con Martín Adán, ése aguafiestas de la pureza, de la palabra y el arte poética, que afirma muy suelto de huesos que la “Poesía no dice nada:/ Poesía se está callada,/ Escuchando su propia voz”, sin importar si ello es verdad o mentira; pues la pureza, para nosotros, nunca ha estado ni dejará de estar relacionada con todos los elementos materiales y espirituales que constituyen la vida en sociedad. Pero los partidarios de la pureza incontaminada (o sea desligada del vínculo social), de la abstracción metafísica meramente espiritualista (creyendo erróneamente que el espíritu no depende de la materia), se aíslan de la realidad económico-social y divagan (o viajan) a través del pensamiento; el cual, supeditado siempre a la metáfora del contenido y forma de la palabra a poetizar, expresa al fin su contenido figurado del ser u objeto mencionado. Con lo cual la pureza incontaminada o desligada de los elementos existenciales que la forman, no existe; y tampoco puede cualificarse sin ellos.
De ahí que el poeta dice: “Antes de ti, mi frente era un alero/ derruido, un vetusto campanario;/ la trama entre un ramaje perdulario/ y la sombra de un pájaro pampero./ Era triste. Lo sé. Niebla y torrero/ sobre esta torre de doliente faro./ Mi sol era moverse al desamparo/ y mi luna escuchar un “no te quiero”./ Llegaste y tras de ti sentí una espada/ dulcísima: el amor que, iluminada,/ partió mi vida en dos lo ya vivido/ y el tiempo que eras tú en flor abierta./ Pero te fuiste al fin. Un ave muerta/ es hoy mi corazón y yo, su nido” (Soneto 15, p. S/N). Pero no porque el poeta es un nido donde su corazón es un ave muerta, se ha terminado en él el romanticismo divagante, su pasado espiritualista y sin rumbo “de aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”, porque su divinidad, a diferencia de Dios creador del mundo, los seres y las cosas, que se escribe con D mayúscula, la de Alberto Alarcón es con minúscula, debido a que sólo se considera la “sombra en donde sólo tú clareas”, porque “Soy la luna y su vago desconcierto,/ el que vuelve a nacer si te desnudas./ Sólo no sé quién soy y tengo dudas/ cuando el aire es el aire y no tu cuerpo”. Así, su resurrección física y espiritual, a través de su poética, sólo es factible gracias al erotismo, único vínculo social que admite en su existencia.
NOTAS:
1.- La casa que habito cuando canto, Edición de la Mesa de Promoción Editorial de Trujillo, Febrero del 2007.
2.- Un ciego ante el resplandor, Sietevientos Editores, Piura, Noviembre del 2001.
La edición de “La casa que habito cuando canto” (1), poemario de Alberto Alarcón (Piura, 1949), es motivo para reflexionar sobre el amor, pues los 28 sonetos y su colofón son de esencia romántica. Añadidos los cuatro de “Un ciego ante el resplandor” (2), su libro anterior, y los dos encontrados en “Puntos de Clase”, la Revista de Creación y Debate (Nos. 2 y 5 de 1979 y 1980 respectivamente) del Grupo Intelectual Primero de Mayo, al cual perteneció. Deduciéndose que su preferencia por el soneto data de aquellos años, como data también las características de su temática amorosa: poética lírica revestida del concepto del arte por el arte y de la solvencia exquisita de la espiritualidad.
Precisamente a ésa época pertenece éste soneto, que dice: “Enséñame el amor sin ritos ni ventanas,/ el de los ferroviarios y el de las lavanderas,/ con ese amor quisiera dormirme en tus palabras,/ con ese amarte y andar bajo las yerbas,/ andar como anda el agua: cantando y repartiendo/ sus cántaros silvestres, sus anchas primaveras./ Ya nada necesito sin este amor sencillo,/ sino esta sombra en donde sólo tú clareas;/ tú y yo somos la casa, tú y yo lo compartido,/ dos manos o dos pájaros borrando sus fronteras./ Enséñame el amor, la oscuridad vencida,/ y puebla con tus labios estas quemantes cestas:/ Quiero entregarle a todos tu boca repartida/ en multitud de rosas gritando que son nuestras” (Poema, p. S/N), donde afloran los sentimientos de libertad, fraternidad, complacencia e ideal, pues “tú y yo somos la casa, tú y yo lo compartido”.
Así, “la casa que habito cuando canto”, de aquélla época, es el amor que está “como dos pájaros borrando sus fronteras”, y “con ese amor quisiera dormirme en tus palabras”, pues soy la “sombra en donde sólo tú clareas”. Y en su nuevo poemario dice, por ejemplo: “Mira esta flor que me brotó en la mano/ con apenas posarla en tu cintura;/ espejo de mi tacto que procura/ copiar de ti la voluntad del grano./ Suma y forma esos pétalos del llano/ palpablemente cóncavo y la albura/ misteriosa: trasunto, quemadura/ de otra flor y otro cuerpo en otra mano./ La miro arder como la vio el primero/ de los hombres arder sobre el brasero/ del mundo, crepitante en su redoma./ Pero nunca la tengo: se me vuela,/ pues a veces no es flor sino gacela/ y otras veces -las más- una paloma” (Soneto 4, p. S/N).
Esta exaltación amorosa que celebra apenas la emotividad del tacto, es una demostración más de la abstracción sentimental que produce el ser físico en la conciencia real del receptor, como sostiene el conocimiento dialéctico. Pero esta abstracción sentimental producida en el ser masculino al contacto con el femenino, no se expresa, como suponen los idealistas metafísicos, en espíritu abstracto, informe e inmaterial, sino, precisamente, en todo lo contrario, pues “esta flor que me brotó en la mano/ con apenas posarla en tu cintura”, es la metáfora objetiva que “Suma y forma esos pétalos del llano”, cuya “albura/ misteriosa: trasunto, quemadura/ de otra flor y otro cuerpo en otra mano”, es el proceso dialéctico de cualificación producido por los saltos de la cantidad a la calidad; empero, para el simple común mortal, es todavía un “misterio”; o, como dice el poeta, una “albura/ misteriosa”; y, en todo caso, un milagro, porque “la miro arder como la vio el primero/ de los hombres arder sobre el brasero/ del mundo, crepitante en su redoma”.
Más, Alarcón, proclive siempre a su ambivalencia sentimental, debido quizás a una respuesta amorosa también ambivalente, termina afirmando que esa flor que le brotó en la mano “nunca” la tuvo, “pues a veces no es flor sino gacela/ y otras veces -las más- una paloma”. Así, ese romance emotivo que celebra al principio el poeta, se le escapa. Pero “Tocarte, ir por tu piel como va el ave/ sobre el viento ondulante del ocaso;/ no tener singladura, anclas ni lazo;/ ir por ti solamente, ser la nave/ sin rumbo de aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado/ y ser bajo esa barca el pez dorado/ que entra y sale de ti, ser esa nave,/ el vuelo de unos pájaros, la llama/ del amor que fulgura en la soflama/ de tu cuerpo sin mancha y lo rebela:/ costas de luna inmóvil donde habita/ el fuego, el tulipan, donde dormita/ una oscura calandria que no vuela” (Soneto 2, p. S/N), desmiente dicha afirmación, porque sí la tiene, pero no para siempre, sino sólo para ser “el pez dorado/ que entra y sale de ti” como “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”.
Y esta brevedad del amor que propicia sólo el placer erótico y el deleite subjetivo de la pareja es lo que tramonta la barrera de la libertad, pues “no tener singladura, ancla ni lazo”, no sólo permite “ir por ti solamente”, sino también conocer las “costas de la luna inmóvil donde habita/ el fuego, el tulipan, donde dormita/ una oscura calandria que no vuela”. Deduciéndose así que la poética de Alberto Alarcón es casi una perpetua contradicción de luz y sombra, de movimiento y quietud, de poseer y no tener lo poseído, de libertad y divagación “sin rumbo de aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”. Por eso, este ser material, que como tal sabe “Tocarte, ir por tu piel como va el ave/ sobre el viento ondulante del ocaso”, al espiritualizarse para habitar otro mundo inmaterial, dice: “Este espacio en mi lecho es un abismo/ si no estas a mi lado cuando duermo,/ es un hueco sin fondo, un aire yermo/ donde faltas... y falto hasta yo mismo” (Soneto 27, p. S/N).
Pero este afán de evadirse de la realidad frecuentemente es también una contradicción existente entre lo circunstancial y lo general, entre el ser mortal y el ser inmortal de “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”, porque su dialéctica metafísica, romántica divagante y agnóstica espiritualista, partidaria del arte por el arte, ama sólo la pureza del verbo, quiere sólo el sentimiento apropiado del ser querido, donde no busca el amor a plenitud, sino sólo el placer erótico, para “ir por tu piel como va el ave/ sobre el viento ondulante del ocaso”. Pues “Soy la luna y su vago desconcierto,/ el que vuelve a nacer si te desnudas./ Sólo no sé quién soy y tengo dudas/ cuando el aire es el aire y no tu cuerpo./ No conozco otra playa ni otro puerto,/ ni barcas en la mar más que las tuyas./ Si el alba es una más entre las grullas/ es por ti, por la lumbre de tu cuerpo,/ por los pámpanos breves, por las pomas/ que duermen congregadas sobre el monte/ de tus muslos. Y aun la noche es plena/ porque enciende tu cuerpo y lo encadena/ a mi cuerpo, y nos vuelve el horizonte” (Soneto 11, p. S/N).
Así, tenemos ya ante nosotros otra contradicción, entre el acto sexual que prefiere el poeta y el amor a plenitud que lo descarta; quizás porque ello implica no sólo un compromiso sentimental más profundo con la pareja, sino también un compromiso social basado en las relaciones humanas de la sociedad en que se vive, con todas sus implicancias familiares, económicas, políticas y sociales. Vínculo del cual se evade a toda costa para ser “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”. Y confiesa que “Me da miedo el amor, viene y me toca/ con sus yemas de acanto todavía./ Me dan miedo su flor y su porfía,/ y esto que hace volar sobre mi boca./ Y esto que hace volar sobre mi boca/ me espanta tanto porque no sabría/ decir si es algo semejante al día/ o a la noche. Amor no es cosa poca./ No ha de serlo, pues todo desordena./ Nos vuelve viento, innumerable arena/ huyendo con el viento. Nadie sabe/ lo que quiere el amor cuando nos toca. Si es nave busca, por doquier, su roca./ Si es roca espera,/ sin temor, su nave” (Soneto 9, p. S/N).
Sucede entonces que Alberto Alarcón vive inmerso en su lucha terrorífica contra el amor, no sólo porque doctrinariamente es irreligioso y habitualmente está contra todo vínculo social que conduzca a compromiso sentimental o responsabilidad social, sino también porque su romanticismo divagante se confronta con su espiritualidad libre de toda atadura física y sentimental. Por eso, ese amor que le da miedo, que “viene y me toca/ con sus yemas de acanto todavía”, sólo se reduce al placer genital, pues “Hay un lugar real donde se acaba/ para siempre el amor, postrera nave./ Hay un puerto confuso en que no cabe/ un beso más y el corazón se traba:/ herrumbroso cerrojo. Hay una esquina/ donde dobla el amor hacia el pasado./ A esa esquina, tú y yo, hemos llegado;/ ángulo torvo a cuyos pies trasmina/ el olor de tu ausencia en cada cosa./ Ya no te tengo más. Alguien desbroza/ el sitio de tu sombra en mi costado./ Es inútil buscarte en lo que miro./ Bien sé que ya no estás y que deliro/ con el agua de un cántaro quebrado” (Soneto 17, p. S/N).
Vemos entonces que Alarcón lucha contra el amor, no por el placer genital que le procura, ni sólo porque es una atadura sentimental, sino precisamente porque no es eterno, como afirman los cristianos, para quienes el amor es absoluto, como Dios, que no se ve ni se toca pero se siente, porque ellos creen en verdad que Dios es Amor; y como el poeta sabe bien que “Hay un lugar real donde se acaba/ para siempre el amor”, entiende que también Dios es temporal, relativo al amor genital, a “aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”. He ahí su irreverencia, su desamor al amor y a Dios mismo, por su relatividad. Y porque además, “Me da miedo su flor y su porfía” que “me espanta tanto porque no sabría/ decir si es algo semejante al día/ o a la noche. Amor no es cosa poca./ No ha de serlo, pues todo desordena”. Así, este amor ciego, terrorífico, que toda desordena, es enemigo convicto y confeso del poeta, porque además “Nos vuelve viento, innumerable arena”. Y él ama la eternidad, la divagación espiritual del agnóstico que es en resumidas cuentas.
Por eso, “Hay días en que anhela mi memoria/ azuzar sobre el tiempo y su pavesa,/ el racimo que fuiste en mi tristeza/ o el cántaro baldío que a la noria/ del amor me llegó sobre tus hombros./ Vano anhelo: ni el aire de tu risa/ vuela ya en la pretérita ceniza/ donde fuimos los dos arduos escombros./ Nada tengo de ti. Nada me queda./ Estás allá donde a salir te veda/ la muerte del amor que es muerte infame,/ allá donde unos pájaros que han sido,/ son aún y serán el torvo olvido/ no consienten siquiera que te llame” (Soneto 19, p. S/N). ¿Así que “la muerte del amor es muerte infame”? Empero, recordarla es “Vano anhelo”. Y “Me acompañas, tristeza, me acompañas,/ con tu corte de símbolos: ayeres,/ gaviotas, muelles lánguidos, mujeres/ y un cuarto abandonado con arañas./ Sin embargo, tristeza, no me dañas./ Te busco en la penumbra tal como eres./ ¿No es hermoso soñar que me prefieres/ a los tantos poetas que acompañas?/ Ya no te marches más, ven a mi lado,/ acúname, ángel gris, en tu costado/ y arroja a flor del aire lo que dices:/ Mármol triste, glorietas derruidas:/ palabras tan hermosas prohibidas/ a quienes creen ser o son felices” (Soneto 22, p. S/N).
Este soneto lírico de fidelidad a la tristeza, habla bien de su retorno al pasado, al “cuarto abandonado con arañas”, que es el lugar de sus vivencias con su “corte de símbolos: ayeres,/ gaviotas, muelles lánguidos, mujeres”; pues, heredero y conservador ambientalista de ese pasado romántico clásico, aunque decadente en América y Europa del siglo XIX, y especialmente en España de donde apropia la lírica de Bécquer para depurarla y semejarla a la de Gracilazo, de donde torna con Quevedo y Lope de Vega, anclando otra vez en América, allá por los predios de Delmira Agustini y Juana de Ibarborou, modernizándose, luego, en el Perú, con Martín Adán, ése aguafiestas de la pureza, de la palabra y el arte poética, que afirma muy suelto de huesos que la “Poesía no dice nada:/ Poesía se está callada,/ Escuchando su propia voz”, sin importar si ello es verdad o mentira; pues la pureza, para nosotros, nunca ha estado ni dejará de estar relacionada con todos los elementos materiales y espirituales que constituyen la vida en sociedad. Pero los partidarios de la pureza incontaminada (o sea desligada del vínculo social), de la abstracción metafísica meramente espiritualista (creyendo erróneamente que el espíritu no depende de la materia), se aíslan de la realidad económico-social y divagan (o viajan) a través del pensamiento; el cual, supeditado siempre a la metáfora del contenido y forma de la palabra a poetizar, expresa al fin su contenido figurado del ser u objeto mencionado. Con lo cual la pureza incontaminada o desligada de los elementos existenciales que la forman, no existe; y tampoco puede cualificarse sin ellos.
De ahí que el poeta dice: “Antes de ti, mi frente era un alero/ derruido, un vetusto campanario;/ la trama entre un ramaje perdulario/ y la sombra de un pájaro pampero./ Era triste. Lo sé. Niebla y torrero/ sobre esta torre de doliente faro./ Mi sol era moverse al desamparo/ y mi luna escuchar un “no te quiero”./ Llegaste y tras de ti sentí una espada/ dulcísima: el amor que, iluminada,/ partió mi vida en dos lo ya vivido/ y el tiempo que eras tú en flor abierta./ Pero te fuiste al fin. Un ave muerta/ es hoy mi corazón y yo, su nido” (Soneto 15, p. S/N). Pero no porque el poeta es un nido donde su corazón es un ave muerta, se ha terminado en él el romanticismo divagante, su pasado espiritualista y sin rumbo “de aquel dios que nunca sabe/ las aguas ni el confin que ha roturado”, porque su divinidad, a diferencia de Dios creador del mundo, los seres y las cosas, que se escribe con D mayúscula, la de Alberto Alarcón es con minúscula, debido a que sólo se considera la “sombra en donde sólo tú clareas”, porque “Soy la luna y su vago desconcierto,/ el que vuelve a nacer si te desnudas./ Sólo no sé quién soy y tengo dudas/ cuando el aire es el aire y no tu cuerpo”. Así, su resurrección física y espiritual, a través de su poética, sólo es factible gracias al erotismo, único vínculo social que admite en su existencia.
NOTAS:
1.- La casa que habito cuando canto, Edición de la Mesa de Promoción Editorial de Trujillo, Febrero del 2007.
2.- Un ciego ante el resplandor, Sietevientos Editores, Piura, Noviembre del 2001.
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