sábado, 24 de marzo de 2007

EL ARBOL DE LA LADERA


Cuando amanece y miras hacia el Pichincha, ves las lomitas, una junto a otra despertando también, azules por el frío y cobijadas aún por el manto de neblina. Desde el cielo, los rubios rayos del sol encienden las nubes y se derraman sobre las montañas. Es curioso ver en las cumbres de algunas de ellas, bosquecillos tímidos que dan al paisaje hábiles pinceladas de un color verde profundo.

En la ladera de una de aquellas montañas, se yergue un fuerte árbol que resiste valientemente los embates del viento, de la lluvia y aún de la contaminación. Este gran árbol no siempre estuvo allí, ni fue como es.

Sucedió, y esto me lo contó mi Mamita Luz, la abuelita más dulce del mundo; sucedió una noche de luna llena, cuando los árboles del bosquecillo de la cumbre cabeceaban de sueño, que, sin entender cómo ni porqué, empezaron a sentir una muy extraña sensación en sus ramas y aún los mismos troncos se estremecieron. Se llenaron de pánico. Era como si otra vez la tierra fuese a temblar y a remover sus raíces. Pero al miedo sucedió la calma; sólo el silencio ondulaba entre ellos y sintieron que estaban como empapados por el rocío de la mañana.

Entonces ocurrió lo increíble pues sus miradas de hojas, ahora eran miradas de ojos. ¡Sí! ¡Ya no eran árboles. Eran personas! Y eran como las que venían a acampar. Eran jóvenes hombres y muchachas que se reconocieron como los árboles de la cumbre.

Estaban estupefactos, pero poco a poco la alegría de la novedad les fue ganando cuando comprobaron que las raíces ya no los ataban. Mejor aún, las raíces eran ahora pies, descalzos pies que los llevaban de uno a otro lado. Y la alegría se transformó en júbilo y se tomaron de las manos y formaron la ronda más bella. Su danza estaba estrenando el canto de los grillos y el rumor del viento ¡Qué hermosos se veían a la luz de la luna, con guirnaldas de flores ciñendo las sienes de ellas y ramas sin florecer, las de ellos.

Pero el plenilunio duró poco y cuando la noche iba rindiéndose al día, cada uno volvió a experimentar esa extraña y perturbadora sensación y fueron árboles otra vez.

Esto sucedió durante algún tiempo, el suficiente para que el amor haga de las suyas. Entonces, una noche que resultó ser la más anhelada por algunos, ella y él, en susurros se confesaron que se amarían por siempre y se sintieron arrebatados por una música que sólo los dos escuchaban y que era el ulular del viento trayendo desde sitios lejanos, melodías misteriosas y sones profundos, arrancados de la misma tierra.

Entre los giros del baile, ella tropezó con otra muchacha; se quedaron mirando divertidas y rieron. Ella tomó la mano de su amado y siguieron desplazándose al son de su melodía. Pero él... algo pasaba con él. Y ella se lo preguntó. El dijo que la muchacha era muy bella, que no la había visto antes, que su cabello era dorado y que su perfil se iluminaba con los destellos de la luna. Entonces, algo como una burbuja de tristeza estalló en el pecho de la amada..

Y la encontró el día en actitud doliente, con las hermosas ramas doblegadas por el dolor, inclinadas hacia el suelo.

La volvió a encontrar así el plenilunio y cuando ella fue otra vez la mujer enamorada y desdeñada, volvió su mirada hacia él y lo halló ensimismado en los ojos de la joven aquella. Corrió ladera abajo, temblorosa y con miedo, con los sollozos desbordando el dique de su pecho y anegando sus rostro. Y supo que el sabor del llanto era salobre y en él presintió el furioso oleaje del mar y el chocar de las olas contra los arrecifes. Cuando se fue calmando, presintió también la espuma de las olas cosquilleándole los pies.

Y amaneció otra vez, y otra vez fue árbol con sus ramas pareciendo el cabello al viento de una adolescente el fuga.

Cada día que pasaba, el arbolillo veía que su dolor era una pérdida vital, como cuando renovaba sus hojas, como cuando una capa de corteza se sobreponía a la otra. Y esperaba sin saber qué. Esperaba.

El plenilunio siguiente la halló soñando en un mar desconocido y el desconcierto del súbito despertar la dejó plana cuando en frente suyo, como llegado de sitios recónditos, descubrió a su amado. Agitado estaba por la carrera, tembloroso por la emoción y sus ojos tenían un fulgor extraño. ¡Cuánto se habían necesitado! ¡Cuánto se amaban! Fue un abrazo desesperado y total, tan estrecho y tan amoroso que hasta ahora perdura.

No volvieron a repetirse los plenilunios aquellos, pero es fácil reconocer a la pareja feliz: un gran árbol con dos troncos entrelazados y las ramas confundidas en la ladera de la montaña.

Por el mes de agosto, los niños juegan a su sombra y trepan por sus sinuosidades para comer los maduros frutos, o para desenredar las cometas.
Marcela Garcés (Ecuador)

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